Me quedé sin voz
¿Qué pasa cuando nos quedamos sin voz? Hace varios días, por no decir semanas, que tengo muchas ganas de escribir; sin embargo, temo que ya no sé cómo hacerlo.

Hace varios días, por no decir semanas, que tengo muchas ganas de escribir. Sin embargo, cada vez que tengo un pequeño tiempo para hacerlo me pongo una excusa, me doy vueltas en otras obligaciones, saco el pillo (como dicen en Chile). ¿Será que me estoy quedando muda?
Tapo mis días con podcast de contenido irrisorio o series que ya he visto mil veces. Mientras tanto, sé que algo está dando vueltas adentro mío, que quiere salir. ¿Dónde están las palabras? ¿Y la furia de tomar la lapicera?
Quizás me está matando la rutina. Quizás, las redes sociales me han paralizado de tanto mostrarme la cantidad de cosas que otros hacen mientras yo me saco los mocos (en sentido figurado, por supuesto). Después, pienso que ese es el discurso de muchos para no tomar acción. Ese es, también, el discurso de los deprimidos. ¿Soy yo la deprimida? A caso, ¿no lo estamos todos en cierta medida?
Hoy vi un reel, sí ya ni me da para leer artículos. Me aburre la proliferación de revista tras revista, de blog tras blog (sí, ya sé que esto también es un blog, pero no creo que lo lea tanta gente), hablando del pelo de una autora o de cuánto calza el personaje de la última obra indie que está de moda. En fin, les decía, hoy vi un reel en el que Isabel Allende habla de su proceso creativo. Ella dice que las ideas le crecen como una semilla en la panza, y que la semilla crece y crece hasta que le molesta y entonces tiene que empezar a escribir.
Me pasa un poco eso. Ahora mismo, siento que la semilla está creciendo. En cualquier momento, tendré una pequeña sandía dentro mío. O mejor, un mango, oloroso, tropical, sabroso, carnudo. Aunque por ahora, sea lo que sea que está creciéndome adentro está tapado por un visillo negro. El visillo me deja ver, sentir, que hay algo ahí detrás. Pero también es lo suficientemente oscuro como para que yo no pueda notar nada concreto.
Sé que me tengo que poner a escribir para esperar el desvelo con la lapicera en la mano. Sé que tengo que estar atenta al olor dulce y fuerte del mango maduro. Pero, ¿acaso mi voz se mudó a otro planeta?

Quizás miles de mini molotovs en forma de estímulos virales y quehaceres domésticos dinamitaron mi reserva de palabras hasta dejarla en cero, hundieron mis últimas ideas. Una vez alguien me dijo que le habían dicho que después de los 40 ya no se le ocurre nada nuevo a nadie. A lo mejor ya me sequé y me voy a quedar para siempre mirando el punto. He pensado, incluso, en no escribir por un tiempo. No hacer nada. Total, ya estoy muda. ¿Ya se terminó mi capacidad de invención?
¿Qué voy a hacer sin voz? ¿Qué voy a hacer en medio de esta sequía que tal vez dure por siempre? ¿Qué voy a hacer si ya no me quedan palabras? Las dudas me asaltan constantemente. Y el miedo. El miedo de no hacer más (o de hacer mal) lo que tanto amo.
Pero a la vuelta del día, de cualquiera de estos derroteros de reflexiones, a pesar de todas estas dudas, tengo una gran certeza: Yo quiero escribir, algo adentro mío está empezando a empujar, y quiero saber lo que es. No me va a quedar otra que inventar nuevas palabras para escribir de nuevo. Al principio, como todo aprendiz, lo haré mal. Pero si hay algo que me ha enseñado la vida es la paciencia y persistencia.